jueves, 16 de abril de 2015

Una Cárcel y 8 Calles

En este mundo labrado de tanto asedio sin remedio, de invictos con una sed oculta de perder, perder los casos de los cambios, las mieles de los miedos, emprender la huida de lo banal, en ese interludio que no es principio ni final, nos turba un cansancio de debilidad casi parecido a un colofón que justo acaba de empezar.
Sentada en la cárcel, Boru, pensaba esa frase leída en uno de los muros que acababan una vieja pared, desgastada por el maltrato del tiempo y el color ceroso del grafiti por su edad.
Extrañada porque su estilo nunca fue la rima, tal vez por una repetición monótona o una secuencia que le hacían viajar a un mismo lugar, se apropió de una frase que por un momento y solo por ese momento pensó que estaba de camino a otro sitio.
Nunca pensó que la cárcel era tan poblada y ruidosa, mucho menos que habían tantos pecadores tan sonrientes. La conciencia se había perdido en algún lugar. Todavía tenía capacidad de asombro, a pesar de las dosis desequilibradas en que llegaban las buenas y malas noticias a su vida, era la forma más sutil de no perder la risa.
Había un horario, una rutina obligatoria, a menos eso creyó siempre. Con un buen comportamiento que no la llevaba a ningún lugar, más bien la mantenían en el mismo, no vio nada diferente por mucho tiempo. Por momentos se asfixiaba, luego se fue acostumbrando a la estrechez de una respiración que se redujo a los suspiros que tenía al ver su horizonte, lo único que a determinadas horas del día, tenía a la vista.
Estaba delante de muchos y le encantaba ver a sus camaradas de cárcel volteando la cabeza. Tenían los ayeres impregnados en su lenguaje corporal. El pasado era su día, tarde y noche.
Parece que pagaba una cadena perpetua por un crimen tan confuso que no recordaba, pero aun así, tenía un aire de resignación, el único que se respiraba en su ambiente.
Se despertó, salió de su cuchitril luego de sus aseos necesarios. Era un viejo día con un nuevo sol y Boru estaba de camino al mismo lugar de siempre. Con un calor y cierta oscuridad por la hora de su viaje, habia un olor tan particular que dejaba perder a través de sus barrotes modernos, ventanas de cristal donde veía el otro lado del mundo en vía contraria.
Estaba atrapada en un mundo de 8 calles a pesar de lo inmensa que era su ciudad. Había construido el tamaño de su cárcel, en la cual paseaba con miles de presos más, diferentes cada día, pero con condenas semejantes.
Acomodada ya en su asiento, recosto su cabeza en el extremo de la ventana y al pasar por su pared favorita, sonrió.

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