”Las malas despedidas son las únicas que funcionan”, me decía mi abuelo. “Pueden ser en
las que tu deseo de matarlo lo acompañe hasta la puerta o simplemente se dan esas que se entienden sin ni siquiera decirse adiós”.
Es extraño, mientras más él me hablaba de los adioses, cada vez menos yo creía en ellos, pero en realidad era muy ingenua para entender porque no lo aceptaba o peor aún, porque no podía deshacerme de este rechazo.
A veces creo que este divorcio con las despedidas es culpa de Ana Gabriel y su fatal ranchera llamada de esta misma manera, quien por esos años era melodía repetida de los domingos al salir el sol, era romanza que me robaba a plena luz del día el “Yabadabadu” de los Picapiedras que intentaba ver y escuchar en televisión. Pero a quien quería engañar, si ya era tarde cuando esta canción tuvo el valor de salir en la radio.
Quizá fue culpa de Jose Angel Buesa y su inmortal poema “La Despedida”, quien con melancolía o como el gran “poeta enamorado” me hizo obsesionarme con las partidas, solo para convertirme en esa que se va sin nunca haber llegado, solo para confiar en eso en lo que nunca había creído.
No fue pecado de las décadas y mucho menos un delito contractual de las disqueras. Esto venia de antes, esto llegó conmigo.
Recuerdo cuando mi primer perro se fue de la casa y jamás volvió. No lo maté, el no murió y por eso todavía, muchas veces, miro hacia afuera y espero verlo llegar. O Doña Teresa, quien vivía a tres casas de mí. Todas las mañanas se despedía silenciosamente de su hijo perdido en las adicciones de las drogas y aun así, ella siempre lo veía en Diego el hijo de la vecina, en Hugo el niño prodigio de la cuadra, en casa, en su espera de verlo llegar todas las noches. No sabía decir adiós, no sabía morir así.
Todos conocemos las horas desgarradoras de las despedidas, así como les llamaba Nietzsche. No son más que eso, inquebrantables, desoladoras y maldecidas horas, que solo son la transición para devolverte ese mismo mar de agua salada con otra orilla, con peor y a veces hasta con mejor paisaje.
Nos hemos quedado con todo lo que hemos perdido, con esa inequívoca metamorfosis de adiós y regreso, esa que necesitamos, que odiamos, esa que buscamos, solo para saber, solo para sentir que nada y la vez todo, siempre nos ha pertenecido.
No hay despedidas, no hay atajos, solo alucinación. Duermo, despierto y todo sigue ahí, en mis ojos, en mis manos, en mi memoria, en mi calle. Aun merodeando y aproximándome a ese limbo llamado olvido, aun perdida en ese eterno retorno, creo y hasta a veces espero, ser capaz de encontrar eso mismo que una o muchas veces creí perder, de buscar eso que me dijo, que le dije, que nos dijimos, tantas veces ese falso y abrupto adiós.
A.I